Una tarde de agosto del año 79 de nuestra era, la ciudad italiana de Pompeya, a pocos kilómetros de Nápoles, sufrió uno de los desastres naturales más violentos de la historia de la humanidad.
De los más de 20,000 habitantes, varios cientos murieron en sus casas y en las calles. El resto huyó hacia el mar.
Los pompeyanos que murieron tratando de huir de la ciudad fueron enterrados en capas de ceniza húmeda, que al caer se amontonaba suavemente sobre las víctimas, precisamente a la manera de los moldes de yeso, conservando en detalle sus propias características, la musculatura de sus cuerpos y incluso los pliegues de sus prendas.
El hoy conocido como Perro de Pompeya fue descubierto el 20 de noviembre de 1874, en la casa de Marco Vesonius Primus, el pasillo a la entrada de la casa.
Durante la erupción, el desafortunado perro, que llevaba su collar con incrustaciones de bronce, fue dejado encadenado en su lugar asignado para vigilar la casa, y probablemente murió antes asfixiado por los gases del volcán o la falta de oxígeno.
Su cuerpo, como el de otros hombres y seres orgánicos, al descomponerse dejó su molde de yeso que nos ha dejado esta dramática figura.