- 08 Abr 2004, 10:10
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Los dos argumentos más frecuentemente esgrimidos por los defensores de la continuidad de las corridas de toros son:
- La tradición taurina española única en el mundo.
- Los toros se extinguirían si desaparecieran las corridas.
TRADICIÓN TAURINA EN ESPAÑA
Hasta el siglo XVIII las ejecuciones públicas de condenados, las quemas públicas de herejes y la tortura pública de animales y en especial de toros fue un entretenimiento del populacho inculto y de sensibilidad embotada.
Estos espectáculos provienen de los antiguos circos romanos, donde se hacía luchar entre ellos a grandes felinos y a cánidos. Más tarde, para animarlos, se introdujeron en ellos humanos (prisioneros de guerra, esclavos insumisos, delincuentes, etc.).
En la Edad Media, con el florecimiento de la superstición y el oscurantismo, los felinos y cánidos pasaron a considerarse animales diabólicos y fueron sustituídos por bóvidos, no tanto porque un cristiano bautizado, incluso un hereje, no podía ser víctima de un animal poseído por el diablo, sino porque la lucha era desigual, al salir siempre vencedores en las lides los tigres, leones y lobos, al estar dotados de las facultades propias de los depredadores: inteligencia, sentido de la estrategia, resistencia, agilidad, agresividad, decisión, coraje y valor.
Estas diversiones no eran típicamente españolas. Sucedía en toda Europa. Por poner un ejemplo, en Inglaterra, se ataba un toro a un poste y se azuzaba a perros hambrientos a morderle. El espectáculo consistía en ver al toro herido y enloquecido matar a coces a los perros. Finalizaba el cuadro dando muerte con hachas o espadas a los moribundos y exhaustos supervivientes. Todo ello en un ruedo con gradas para los espectadores que aplaudían y vitoreaban entusiasmados.
Con la suavización de las costumbres que trajo la Ilustración, estos espectáculos desaparecieron en casi toda Europa, pero, es de todos sabido, que en España apenas penetró la Ilustración, ni siquiera el despotismo ilustrado.
En el siglo XIX, bajo el reinado del retrógrado y analfabeto Fernando VII, España cayó en la orgía de la reacción antiilustrada. En ese ambiente surgió la actual corrida de toros, como espectáculo popular y el Estado, en vez de prohibirla, la fomentó, reguló y convirtió en un acto oficial, presidido por una autoridad gubernativa, con el fin de seguir teniendo embrutecido al pueblo. Tal desaguisado fue pseudojustificado mediante una serie de mitos sobre el toro basados en la más crasa ignorancia de la biología de este animal.
El primer mito es el de su presunta agresividad. El “toro español” (¿) no era un bovino convencional, sino una especie de fiera mitológica agresiva: un “toro bravo”. Esto es completamente falso. El toro, como todos los rumiantes, es un animal pacífico, carente de la agresividad propia de los depredadores, cánidos o felinos, de los que su alimentación y , por ende, su supervivencia depende de la caza. Sólo intenta escapar de la plaza, huir de los matarifes, volver a pastar y rumiar en paz junto a su familia.
Todos los problemas de la corrida provienen de que su planteamiento se basa en fingir un combate inexistente.
Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino sería imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas a que se somete al pacífico herbívoro, a fin de irritarle, lacerarle y volverle loco de dolor para que intente defenderse.
Antes de aparecer en público es sometido a una preparación irritante. A pesar de ello, al salir al ruedo, siguiendo su tendencia natural, se quedaría quieto de cara a la puerta del toril o trataría de huir. Para evitarlo, se le clava la divisa, un doble arpón hendido en su espalda para provocar una agresividad que no tiene. En las suertes de varas y banderillas se le hiere quebrándole los músculos del cuello, produciéndole enormes laceraciones por las que la sangre brota a borbotones. Las abundantes hemorragias no cesan durante toda la corrida.
Aún así, el toro aterrorizado se queda quieto y al no cumplir las expectativas de agresión de la soez plebe que le contempla, antes, como castigo, se le ponían banderillas de fuego, consistentes en cartuchos de pólvora y petardos que estallaban en su interior abrasando sus entrañas y exasperando su dolor para que se decidiera a embestir.
Más tarde las banderillas de fuego fueron suprimidas con el fin de no horrorizar a los turistas, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados españoles. No obstante, el reglamento taurino autoriza su empleo cuando el toro es acusado de mansedumbre y no simula una ferocidad de la que carece.
El segundo mito es el gran riesgo que corre el torero al enfrentarse “valientemente” a un animal mucho mayor que él. De hecho, es riesgo del torero es mínimo. Previamente se ocupa de que se le prepare, debilite, desgarre y destroce antes de encararse a él. Los picadores y banderilleros se ensañan con el toro hasta que queda casi exánime. A continuación comienza el simulacro de combate. Los gestos amanerados y ridículos del torero son una pura farsa. Simulando gran valor, se acerca despacio y en silencio hacia esa criatura herida, agotada y asustada, colocándose en una perspectiva donde el toro tiene poca o nula visibilidad, ayudado de que previamente a la corrida, se le han engrasado los ojos, y que la desaparición de ruidos le hace creer, ingenuamente, que ha acabado el suplicio. El mayor riesgo que corre es el de ser herido por las banderillas que lleva clavadas. Cuando se arrodilla ante él no corre ningún peligro, pues el toro lo interpreta como un gesto de sumisión.
El toro no entiende nada de lo que sucede, pero el torero experimentado, tiene el privilegio de solicitar la devolución del toro a los corrales, si sospecha que pueda haber participado en una capea y haber aprendido algo, antes de entrar en la última suerte.
La muerte de un torero en una corrida siempre se debe a un accidente provocado por una aparente embestida del toro haciendo uso de sus últimos alientos, si se lo permiten sus estertores, en su desesperado e inútil intento de huir.
Las víctimas humanas que producen diversas fiestas de toros, corre-bous, encierros, toros embolados, etc., son el resultado de caídas y accidentes provocados que tienen más que ver con el estado de intoxicación etílica de los participantes, que con la presunta peligrosidad del pobre herbívoro acribillado.
EXTINCIÓN DE LA ESPECIE
Los bovinos pueden vivir perfectamente en libertad en espacios naturales, como los que habitan en el parque nacional de Bialowieza (Polonia).
Los bisontes americanos que han sobrevivido a la gran matanza del siglo XIX viven ahora en reservas en EE.UU. y Canadá. En el Northen Territory de Australia viven en libertad unos 200.000 búfalos, descendientes de los animales domésticos abandonados en el siglo XIX tras el cierre de los asentamientos militares en esa zona.
Cuando España se civilice y sean abolidas las corridas y fiestas de toros, podrán sobrevivir en las dehesas en que se crían actualmente. Estas dehesas representan un patrimonio natural de gran valor y sirven de lugar de paso y de cría para numerosas aves y otros animales. Convertidas en reservas naturales, pueden seguir albergando una población de bovinos en libertad, compartiendo el territorio con otras especies, incluso con lobos, manteniendo la salud de las poblaciones.
Estas reservas fomentarían el turismo interior, contribuirían a la conservación de la naturaleza y constituirían un acto de desagravio a esos bovinos inocentes a los que tan cruelmente se ha maltratado. Después de tantos años de vergüenza nacional, tendríamos un motivo para sentirnos orgullosos.
Las corridas de toros son injustificables moralmente. Cuando se trata de justificarlas se recurre a argumentos peregrinos e incoherentes. Uno de ellos consiste en decir que existen muchas vacas en la ganadería intensiva que viven mucho peor en sus establos de concentración que los toros en sus dehesas. Esto es cierto, pero lo que se deduce de ahí, es que hay que mejorar las condiciones de vida de las vacas, no que haya que empeorar las condiciones de muerte de los toros.
Otros aducen que la vida relativamente natural de los toros en las dehesas constituye una ofensa que debe ser expiada mediante un martirio atroz adecuado a la presunta falta. Esto es absurdo. Vivir una vida natural no es un crimen que merezca castigo alguno. Además, hay que tener en cuenta que no todos los toros corretean libremente por las dehesas. Muchos están hacinados en pequeños recintos hundidos en sus propias heces. Miles de toros esperan en penosas condiciones, encerrados e inmovilizados, la celebración de festejos taurinos de los pueblos o de las corridas o novilladas en plazas pequeñas o no estables.