Desde que comencé a pasar consulta de conductas anómalas, he escuchado con demasiada frecuencia y a lo largo de muchos años, frases como: ¿Por qué obra de esta forma mi perro si yo no he hecho más que darle todo el cariño que he podido? ó: ¡Es capaz de atacarme a mí, que lo quiero como a un hijo!
Me cuesta mucho trabajo convencer a estas personas que el paciente del que hablamos es un animal que nunca llegará a nuestro grado evolutivo. Es un perro que, aunque necesite de nuestro cariño, nunca lo hará de la forma en que lo necesitamos los humanos.
A lo largo de varios artículos he preconizado la jerarquía y la “dureza” del señor feudal como base de nuestra relación con nuestro amigo Truco. A veces he sido criticado por este planteamiento, pero debo decirle al amable lector, que nadie que ha puesto en práctica estos consejos me ha llamado luego para decirme que su relación había empeorado.
Bajo ningún concepto he defendido, ni defiendo, la idea de “maltratar” a ningún animal pero, por supuesto, no puedo encajar la contraria, de que sea el animal quien me maltrate a mí.
Cuando un perro abusa de su propio dueño o muerde a uno de sus hijos, está faltando a la más básica de las leyes naturales, el entendimiento entre especies comensalistas. ¿Por qué entonces debo escuchar frases como: ¡algo habrá hecho el niño para que el perro le muerda!
Esta desviación de nuestros sentimientos hacia nuestro buen Truco se basa en la tendencia que tenemos a atribuirle conductas que solo pueden ser licitadas por los integrantes de la especie humana. Truco es un perro, Kika es una hembra de perro y, antes de intentar tratarlos como miembros de nuestra especie, deberíamos reflexionar y preguntarles a ellos si desean ser tratados como hombres o como perros.
Si a mí me hicieran la misma pregunta, o a usted, responderíamos sin pensarlo; queremos ser tratados como especimenes de Hombre.
En muchos experimentos en los que se trabaja sobre el Imprinting de especie, algunos científicos, con intención o sin ella, han equivocado a un animal para que se considere miembro de la nuestra. Luego han tenido que “corregir” la equivocación para que el pobre ejemplar tienda a integrarse en la suya y no sufra un calvario tan innecesario como provocado.
Realmente la necesidad de que Truco sea “humano” la tenemos nosotros. Nos gusta que nuestro perro entienda nuestro idioma, nos halaga la alegría que demuestra cuando volvemos a casa, nos alegra que él mueva la cola cuando estamos contentos o su mirada de “apoyo” cuando nos sentimos tristes, pero eso no quiere decir que Truco quiera ser hombre, se conforma con ser perro.
Mi perra juega al Ajedrez
Ya comenté, en un artículo anterior, como una dueña me apostrofó por considerarme “encubridor de machistas”. Para demostrar mi equivocación, insistió en que su perra sabía jugar al ajedrez cosa que, por supuesto, no podría hacer mi viejo Roco por muy “macho” que se considerase.
Al final, conseguí conocer a la “perra sapiens” por esas casualidades de la vida. Mi hija fue requerida por esta señora para tratar de que el animal en cuestión se preparase para pasar las pruebas de carácter, que se exigen en el club, a la hora de obtener la aptitud de cría.
Como la buena perra no estaba por la labor ni de acercarse a la manga que se le ofrecía, mi hija solicitó mi colaboración para organizar un plan científico capaz de eliminar el miedo del animal.
El día en cuestión aparecí en la pista cuando ellas ya estaban trabajando. Cual no sería mi estupor al observar a la iracunda señora morder la manga y sacudirla mientras la perra, ajena al fragor de la batalla, comía hierba como si de una vaca se tratara.
Mi estupor se transformó en franca risotada al observar la cara de mi paciente hija mientras la señora mordía como una fiera la manga que ella portaba. Dejé que la “comedia” continuara hasta que exhausta la fiera y corrida mi hija, finalizase.
La nórdica señora, ajena a mi presencia, trató de convencer a mi retoño que su proceder se encaminaba a mostrar a su perra lo que los estúpidos humanos pretendían de ella. A continuación, limpió cuidadosamente la manga para evitar que su animal pudiese tomar contacto con saliva que no fuese propia e invitó a la pacífica Doberman a repetir la escena.
Le explicó una y otra vez que aunque lo que le pedía era una estupidez, debía hacerlo por “Mamá”. Como la perra insistía en comer hierba y alejarse de mi estupefacta hija, la buena dueña abandonó la comedia no sin antes justificarse: ¡A esta perra lo que le gusta es jugar al ajedrez y no hacer estas tonterías!.
Mi hija ha terminado recientemente su Licenciatura Universitaria y ya no tiene tiempo para dedicar a perros ajenos, pero pasó un buen rato el día que se enteró que esta señora había pedido hora en mi consulta para que yo “convenciera” a uno de sus perros de que no pusiese siempre el mismo canal de TV. ¡Ese día tuve un repentino ataque de gripe!
El que quiere a los perros, no quiere a las personas
Así como esta buena dueña anda en un extremo, hay otras personas que se apuntan al contrario y opinan que los que sentimos un profundo cariño y respeto por esta noble especie, no sentimos lo mismo por los humanos, es decir, somos algo así como disidentes evolutivos.
Hace muy poco, y en un canal de TV español, se originó este debate. El que mantenía el susodicho lema era un periodista de fama reconocida y el que lo rebatía, el hijo de una señora responsable de un centro de acogida canino. El periodista criticaba el hecho de que la cuidadora invirtiera en los perros abandonados más de € 400 al mes, habiendo “tantos humanos necesitados”.
Su semántica y dominio del léxico abrumaban al buen chico que llegado un momento paró en la discusión, miró fijamente al periodista y preguntó: ¿Tiene usted apadrinados a niños del Tercer Mundo por valor de 400 € al mes? Su oponente confesó: ¡No he tenido tiempo, ya sabe, mi trabajo…!
El chico continuó: ¡Mi madre, aparte de invertir ese dinero en perros abandonados, también regenta un centro de acogida para hijos de inmigrantes a los que le falta el recurso necesario para su propia supervivencia y, en ese, gasta el doble que en el de los perros!
Yo aplaudí al buen chaval como si me escuchara a través del aparato y me faltó tiempo para llamar por teléfono al programa y felicitar al joven contertulio.
También es cierto que la complicidad que adquirimos con nuestro perro, a lo largo de su existencia, es lícita y beneficiosa para ambas especies. Yo lo creo así y doy la razón a mi amigo el Dr. Costa cuando me dice: ¡Si mi perro le pone mala cara a una persona, al final, termino comulgando totalmente con su apreciación!
Esto es el fruto de una convivencia en la que el viejo animal detecta, con anterioridad a su dueño, la incompatibilidad de caracteres entre el extraño y él. El extremo insano sería convertir a nuestro perro en director de nuestras relaciones sociales.
Reza un refrán español que en el término medio está la virtud. Yo estoy totalmente de acuerdo con él, sobre todo, si se refiere a nuestros sentimientos para con los animales. Después de tantos años de convivencia con perros entiendo que ellos no son más “felices” cuando los asimilamos a nuestra condición humana, no viven mejor si los dejamos en el dolce far niente y no nos quieren más cuando consentimos que nuestros hijos sean el blanco de su agresividad.
Creo que mi viejo Roco es lo que podíamos llamar un “perro feliz” y eso que más de un revolcón ha recibido de mí, mas de un capricho le he negado y muchos niños ha soportado. El sabe siempre cual es su sitio, lo tiene mucho más claro que yo que, al fin y al cabo, solo soy un macho de la especie dominante.